RINCONES DE ARAGÓN: LA ESTACIÓN DE CANFRANC




En la idílica estación de Canfranc, con la apariencia de cuento francés, de palacio de los tres mosqueteros, con una asombrosa cubierta de pizarra que queda revestida por una delgada capa de nieve en el invierno, multitud de historias son guardadas por las piedras aguardando un viajero despistado, un trotamundos sediento de leyendas, o un fotógrafo ávido de tomas fascinantes en un rincón del Pirineo.




CANFRANC

 VALLE DEL ARAGÓN











     EL ÚLTIMO VAGÓN








Soy el último vagón, que se pudre lleno de óxido en una antigua estación.

La madera se agrieta, la carcoma me agujerea y los tornillos se deshacen como el serrín. Soy el último vagón de un convoy estacionado en una arrinconada vía de una perdida terminal.

Hace mucho tiempo que he abandonado mis sueños de juventud, mis sueños de viajar y espero en este asilo la llegada de mi muerte, de mi triste final.

Mucho tiempo ha, de plata y rojo, resplandecía radiante, traqueteaba brioso y azotaba los vientos con mi rápido circular.

Una vez en el bosque, los árboles agitaban sus ramas al aire a modo de saludo, me acariciaban las traviesas con sus añiles raíces haciéndome reír y lanzaban bandos de pájaros al aire clamando: que viene la Cruz del Sur.

Ahora, mientras agonizo, solo me queda la dicha de estar varado junto a la estación más bonita y espectacular de toda Europa. Un verdadero palacio, con miles de ventanas por donde las hadas, del tamaño de campanilla, se cuelan todas las mañanas. Sus centenarios tejados de pizarra, sus baldosas sueltas y las miles de historias que esconden sus piedras me dan el ánimo para resistir un día más.


Desolado, reclamo me conviertan en monumento y me provean de una mano de barniz que tape mi desnudez. Pero no derraméis ni una lagrima. Resido donde todo vagón de tren desearía morir: En la estación de Canfranc.










LA ESTACIÓN:  



Construida entre la inmensidad de las montañas pirineaicas, colindante con la línea imaginaria que separa Francia y España, se levanta, imponente, una construcción de los años 20. El elegante edificio entusiasma a la vista, modernista, siguiendo la línea de construcción de los palacios franceses, intenta ser el escaparate de España a los turistas extranjeros.

Las compañias Midi Frances y Norte de España presentaron conjuntamente un proyecto para unir ambas naciones por una vía ferrea en el centro de los Pirineos y de una gran estación internacional de mercancías y pasajeros en 1909. Comenzaron las obras una vez terminada la I Guerra Mundial y tras la apertura del túnel del Somport en 1915, fue inaugurada por el rey Alfonso XIII en 1928.

La construcción de la estación duro 10 años, teniendo en cuenta la climatología adversa en invierno. Se modelo la ladera del monte con muros de contención, se plantaron 2,5 millones de árboles, en su mayoría pinos silvestres para frenar la erosión, evitar el riesgo de derrumbes y avalanchas de nieve. 

Una pionera gran obra medioambiental, que actualmente es visitada como ejemplo por numerosos especialistas de toda Europa para instruirse.


250 mts de longitud, 300 ventanas, 150 puertas. Tan grande y glamurosa como el Titanic.


Desde entonces, proyectos,
promesas, sueños... 



Una gran obra de arte, que al pasear por sus alrededores nos contagia su alma, esa melancolía de un pasado de esplendor que nunca volverá.





Unas de las más grandes preocupaciones de los políticos de la época era el riesgo de invasiones por el nuevo paso de tropas francesas, y más cuando no hacia un siglo de la Guerra de la Independencia, la guerra franco-prusiana en 1870 y la III guerra Carlista en 1872. Debido a esta preocupación se crearon varios edificios defensivos como el fuerte Coll de Ladrones y la Torre de Fusileros.

Bajo la decisión del ingeniero español que dirigía las obras, determinó que las bocas del túnel debían estar por debajo del nivel de 1300 mts, suficiente cota para que en invierno no quedara bloqueada por la nieve y en un paraje junto al río Aragón conocido como Los Arañones, fácil de defender, encajonado en un valle de abruptas paredes.













Canfranc no solo es una espectacular muestra de arquitectura modernista. Rozo mis manos con la piedra y esta me trasmite multitud de historias. Historias de besos perdidos, lanzados al aire, entre viajeros que se despiden. De maletas abandonadas, dejadas en un andén que mantienen conversaciones…

Una ráfaga de viento del norte, con dedos fríos por haber acariciado la nieve de las altas cumbre, sacude mi sombrero, agita los aceros de la preciosa techumbre artesonada del andén, se enreda entre sus férreos capiteles y se cuela entre los pocos resquicios que quedan en pie de las arrancadas ventanas para por fin, como un suspiro, abandonar la estación.


Ascender por el pasadizo de los viajeros es como atravesar un túnel del tiempo, volver al pasado.


Un estremecimiento me recorrió la espalda y la piedra continuó contando historias…






LA RUTA DEL ORO NAZI 

En el año 1944, durante la II Guerra Mundial, los militares alemanes controlan la estación aragonesa, es un punto estratégico.

España no esta en guerra, Franco mantiene una postura de no beligerancia pero debe devolver la ayuda que Hitler le proporcionó en la Guerra Civil. Desde 1936 hasta 1939 el túnel había estado cerrado para evitar la entrada exterior.
Oficiales de la terrible SS y de la Gestapo, junto con una veintena de soldados vivían en el hotel de la estación y en la fonda Marraco, situada en el pueblo. Los vecinos de Canfranc, todavía bajo los efectos de la Guerra Civil que hizo huir a algunos hacia Francia, casi no podían moverse del pueblo. Necesitaban un salvoconducto para salir de él y se pasaba mucha, mucha hambre.
La imaginaria neutralidad de España en la guerra provocó que en esa época de agitación en Europa llegaran a pasar 1.200 toneladas de mercancías mensuales en la ruta Alemania-Suiza-España-Portugal.
Una de las principales mercancías que los alemanes reclamaban eran toneladas de volframio de las minas gallegas, un mineral fundamental para mejorar la calidad del acero de la industria armamentista. De esta forma se mejoraba el blindaje de sus tanques y cañones.
Trenes completos de vagones de volframio se agolpan en la playa de vías que rodean la estación esperando su documentación. Hoy en día aún podemos observar piedras de este material repartidos por el suelo, junto a las vías. Este material es pagado por los alemanes en moneda francesa, francos.
El periodista Ramón J, Franco del Heraldo de Aragón nos explica:
Jonathan Díaz, un francés de padres españoles de 40 años, viaja a menudo con un autobús de la línea Oloron-Canfranc. Es el guía perfecto para los visitantes porque domina perfectamente el castellano. Su padre es un burgalés que emigró antes a Santander y su madre, una valenciana que también se marchó a vivir a Barcelona. Aventurero y curioso, Jonathan no da el aspecto de un Indiana Jones o de un Livingstone, pero, como él dice, ha encontrado una bomba o un premio de la lotería. Sostiene que descubrió los documentos abandonados en la estación poco después de que se grabara un anuncio de lotería de Navidad en octubre de 2000. Que una carta con el sello de Pablo Iglesias le llamó la atención porque es coleccionista y, al llegar a su casa, vio que detrás había un documento que decía: lingotes de oro. Esas historias que le habían contado muchas veces los abuelos de Canfranc por fin encontraban un viso de realidad. Había pruebas. «Volví al día siguiente. Recogí todos los papeles y los dejé en una bolsa tapados para que no los dañara la humedad. Esos días había muchos controles antiterroristas en la frontera. Esperé a pasarlos a mi casa»,

Según esta documentación encontrada, al menos 86,6 toneladas de oro pasaron por Canfranc durante la guerra. Su procedencia debía de ser doble: los bancos nacionales de países ocupados por los nazis, como Holanda y Bélgica, y, muy probablemente, los campos de concentración alemanes.
Una vez robado el oro, lo “lavaban” en Suiza y a cambio recibían divisas. Luego compraban el wolframio a España pagando en francos. España utilizaba ese dinero para adquirir el oro nazi en el país helvético, en su mayor parte refundido y convertido en lingotes. El oro partía de Suiza en tren hasta Canfranc.

Pero estos trenes no solamente transportaron oro, sino otros metales preciosos (sobre todo plata)

Durante la construcción de la estación se decide que no se cambiaria el ancho de las vías en el lado español. A causa de la diferencia entre el ancho ibérico y el francés, éste debía descargarse en la estación. La mercancía se trasladaba a otro tren, la mayoría de veces a hombros por personal del pueblo o se transportaba en camiones a Madrid, el puerto de Pasajes o Portugal.
A cambio de esa ayuda estratégica para prolongar la contienda, España recibió al menos 12 toneladas de oro y 4 de opio, en tanto que a Portugal llegaron 74 toneladas de oro, 4 de plata, 44 de armamento, 10 de relojes y otros enseres, producto del expolio a los judíos.
Pese a la prohibición del tráfico de oro en una Europa en guerra, uno de los documentos encontrados en la estación por Jonathan demuestra que existió un acuerdo secreto firmado en 1941 entre Suiza y España para el tránsito de mercancías entre ambos países.
Los papeles encontrados han sufrido el paso del tiempo y del abandono en una nave, con parte del techo caído, las cerraduras de las puertas reventadas y por donde podía pasar cualquiera. A partir del descubrimiento anunciado, los funcionarios de Patrimonio recogieron un total de 24 sacos de documentación de los años 30, 40, 50 y 60, principalmente. Estaba esparcida y maltrecha en lo que eran las dependencias del muelle postal que dejaron de ser el almacén de la aduana cuando desapareció en 1992.

En 1944, en Canfranc, a la falta de libertad de movimientos se unía el hambre, mitigada por las mercancías que descargaban. El salario medio de un obrero español era de 200 pesetas al mes. Por eso, siempre se escapaba algo de los trenes para casa. «Cogíamos latas de sardinas, azúcar, aceite, café o la mistela que enviaban los portugueses de Madeira. Menos mal que pasaba mucha mercancía y podíamos llevarnos cosas, porque había mucha hambre», cuenta Daniel Sánchez, de 87 años, uno de los pocos canfraneros que puede contar que cargó cajas con lingotes de oro a sus espaldas.
Los carabineros, la Guardia Civil y los oficiales de las SS eran inflexibles con los robos de mercancías como los relojes que se llevaban a Portugal. «Se llevaron una caja y estuvieron buscándolos. Un chaval se llegó a ahorcar y a otro le pusieron una multa muy alta», cuentan en Canfranc.
Sin embargo, «Los alemanes vivían en la estación y celebraban hasta conciertos de piano en el comedor. Eran muy educados. Bailaban valses con las chicas de Canfranc y les regalaban chocolate. Ellos eran ingenieros o químicos y nosotros, unos ignorantes que tenían mucha hambre después de la guerra», confiesa un vecino de Canfranc que por aquel entonces tenía 14 años.

Solamente entre julio de 1942 y diciembre de 1943 llegaron 45 convoyes cargados de oro.

Para conocer mas de esta historia leer el libro de RAMON J CAMPO  PREMIO NACIONAL DE PERIODISMO DIGITAL “EL ORO DEL CANFRANC”
El oro de Canfranc

EL ORO DEL CANFRANC: Entrevista a Ramón J. Campo.
http://www.youtube.com/watch?v=Hj5BXOAEdHk










EL TREN DE LA LIBERTAD


Un oficial de la aduana entre 1935 y 1946 desvela el paso de tres trenes diarios con judíos huidos del genocidio por Canfranc.


Noticia tomada del Heraldo de Aragón


La ignorada historia de Canfranc durante la Segunda Guerra Mundial sigue ofreciendo revelaciones. La aduana internacional no sólo fue el escenario de la llegada del oro nazi en España durante los años 1942-1943 sino que también fue la puerta de entrada a la libertad de muchos judíos que huían de los alemanes. No obstante, la Gestapo y las SS, destinadas en la parte francesa de la aduana internacional, devolvieron a muchos (sobre todo padres de familia) o los deportaron.

Los datos oficiales señalan que unos 30.000 judíos atravesaron la frontera española, aunque suelen referirse a los pasos de Port Bou (donde se suicidó el escritor Walter Benjamin después de que se lo impidieran los nazis) y Hendaya.

Antonio Galtier Rimbaud, oficial vista de la aduana de Canfranc entre 1935 y 1946 (período en el que su padre, Antonio Galtier Pley, fue el administrador jefe de la misma) dejó escritos a su muerte –1 de agosto de 1997– que demuestran que durante la Segunda Guerra Mundial cientos de judíos huyeron del genocidio nazi en tren por la frontera alto aragonesa. También se fugaban por el monte, ayudados por vecinos de la zona que hacían de guías, según recuerdan en Canfranc.

La reciente publicación de los «documentos de Canfranc» por HERALDO, en los que se prueba el tránsito de 86 toneladas de oro nazi hacia España y Portugal entre julio de 1942 y diciembre de 1943, llevó al nieto de Antonio Galtier –el historiador zaragozano Ricardo Galtier– a sacar del olvido las memorias de su abuelo, a las que ha tenido acceso este periódico.

Galtier Rimbaud recuerda que por esta aduana pasaban «cientos de judíos de toda Europa» durante la Segunda Guerra Mundial que seguían viaje rumbo a Lisboa o a Algeciras para pasar al norte de África, cuando fue liberado por los aliados en 1943. «Llegaban los trenes, tres cada día, (desde Francia) con cientos de judíos, familias enteras, y la Gestapo, en el salón de viajeros de la parte francesa, revisaba pasaportes, edades, oficios, procedencias y destinos que cada familia o cada individuo quería seguir».



Roces con la Gestapo

El oficial de la aduana recuerda que en la parte francesa había una compañía alemana al mando del capitán Wagner, con 12 soldados a su cargo. Sostiene que las relaciones de los españoles con ellos no eran muy buenas porque a pesar de que España no estaba invadida por el Tercer Reich «se producían muchos roces» porque –advierte «invadían nuestras funciones». «Desde Madrid nos aconsejaban prudencia y cortesía con los alemanes, aunque la mayoría de las veces no lo aceptábamos porque España no estaba ocupada», subraya.

Así como Franco permitió el paso de los judíos (baste recordar el papel del zaragozano Ángel Sanz Briz en la embajada española en Hungría), los alemanes que estaban en la aduana de Canfranc solían frenar a muchos de ellos. Antonio Galtier lo refiere de esta manera: «Era impresionante ver las escenas de amargura de gentes que habían cruzado más de media Europa, se veían ya en España, y... cuantos fueron devueltos por la Gestapo impidiendo su entrada. Muchos fueron los detenidos, otros saltaban por el tren, corrían por las vías...El caso era verse fuera de la vigilancia de la Gestapo».


Los judíos que atravesaban el vestíbulo de la estación, debían conseguir un billete ese mismo día.

Los judíos que tenían la suerte de atravesar el vestíbulo que separaba la aduana francesa de la española debían apremiarse para comprar un billete que los llevara a Lisboa o a Algeciras. Vecinos de Canfranc explicaron que no les estaba permitido pernoctar en las fondas del municipio fronterizo. «Si no encontraban billete, los entregaban a los alemanes y los devolvían o... quien sabe qué hacían con ellos», explicó un canfranero.








El húngaro que murió en la aduana
El judío, enterrado en Canfranc, falleció al negarle los alemanes cruzar a España con su familia
Antonio Galtier Rambaud fue testigo de muchas historias en la aduana porque por sus manos pasaban todas las mercancías y las personas.
Era un oficial vista que daba el conforme al oro nazi, a los judíos, y al volframio, que iban en una u otra dirección. Hasta el punto que en una ocasión hizo abrir a un oficial alemán «una valija diplomática» después de un serio incidente. Al final, la maleta llevaba cognac, jamón, chorizos, laterío... y era para los compañeros de Oloron-Pau-tarbes.

Cuenta también un singular viaje del militar sevillano Queipo de Llano, entonces «exilado» forzoso por orden de Franco como agregado militar en la embajada de Italia con orden de no volver a España, en el que el ex capitán general de Andalucía visitó a su familia en la aduana de Canfranc (en 1943) porque se quedó en la parte francesa, gracias al estatuto especial de la estación de doble jurisdicción.

Pero donde su memoria llega a exprimirse es en un episodio trágico que contempló en la estación. Galtier, muy crítico con la ocupación nazi, relata una tremenda historia de un judío húngaro que llegó a la aduana francesa y no pudo cumplir su sueño de cruzar hacia Portugal con su familia. Esta es su estremecedora historia, con sus propias palabras:

«Como caso impresionante, traigo a colación la de una familia que venían de Hungría. Habían pasado mil calvarios hasta llegar a Canfranc-Estación Internacional. En sus caras se veía la alegría de huir del genocidio, pero... al padre de aquella familia compuesta de esposa y cinco hijos, que tenía menos de 50 años, un oficial alemán le dijo:
«Al Ejército del Fuhrer»
–Usted no pasa. Usted a Alemania, al Ejército, a las trincheras. La familia que siga a España o donde quiera, pero usted está en edad militar. Al Ejército del Fuhrer.

La familia se volvía loca. Aquel hombre que tenía que separarse de los suyos se tiraba de los pelos. Arremetió contra el oficial alemán y en ese momento, el pobre judío se desplomó. Cayó al suelo. Se le subió a los largos mostradores. Sus labios se ennegrecían y, aunque rápidamente se avisó al médico de Sanidad, cuando llegó, aquel padre de familia había muerto de un infarto.
¡Qué cuadro! ¿Qué se hacía? Los alemanes decían que lo entierren aquí. Y así se hizo, con una colecta que abrió el Ayuntamiento y a la que contribuimos todos. Se le hizo un modesto entierro y en Canfranc yace este pobre judío húngaro.

A su familia la socorrimos como pudimos entre todos los españoles y ayuda oficial. Con angustia y una amargura infinita los vimos marchar hacia la frontera portuguesa. Este recuerdo de la Gestapo y un judío padre de una familia numerosa fue un suceso que no podemos olvidar los que lo vivimos».


La muerte de este ciudadano húngaro no aparece reflejada en el registro civil de Canfranc, que ha sido revisado por este periódico. El padre judío fue enterrado en el cementerio del pueblo viejo, que se quemó en 1944. No hay ninguna placa que lo recuerde. Tan solo el testimonio de Galtier.










ALBERT LE LAY    “EL REY DEL CANFRANC”

Por Ramón J. Campo de Heraldo de Aragón.
Había espías aliados. Había informadores alemanes, oficiales de la Gestapo, chivatos para la Francia colaboracionista de Petain y policías locales. Había bares, repletos de humo de cigarrillos, siseos furtivos y miradas cruzadas, donde la gente se reunía a la búsqueda de información o de falsos pasaportes para cruzar la frontera. La ciudad era un hervidero de contrabandistas —como nudo de tráfico de mercancías importante en plena II Guerra Mundial— y a la sombra de aquellos movimientos se escondía un personaje legendario, un tipo con encanto que caía bien a todos y que gracias a ese savoir faire pudo mover los hilos de una intrincada red de espionaje. “No le gustaron las grandes ciudades. Tampoco el tener jefes, ni la burocracia. Era un hombre de acción, buscaba los destinos en los cuales guardase su independencia y, al mismo tiempo,”el sitio fuera excitante”
El personaje mítico era Albert Le Lay, el jefe de la aduana francesa, que subrepticiamente coló a centenares de judíos que huían del horror nazi,

El paso fronterizo de Canfranc fue vital para los estados mayores de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. La heroica actuación del jefe de aduanas francés Albert Le Lay, condecorado por su papel por Francia y Estados Unidos, ha desvelado esta parte de la historia ignorada hasta hoy. Canfranc fue la rendija de la libertad para los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
En los trenes que atravesaban la frontera pasó documentación vital entre la Resistencia Francesa y los estados mayores de Gran Bretaña y Estados Unidos, que sirvió para derrotar a Hitler. La importancia del paso fronterizo en el desarrollo del conflicto es inédita hasta ahora. Procede del jefe de aduanas francés de Canfranc, Albert Le Lay, a quien se conocía como "el rey de Canfranc".

El jefe de la aduana francesa ayudó al paso de militares, material y documentos aliados para la Resistencia

Le Lay fue un espía aliado desde enero de 1941 hasta septiembre de 1943, cuando tuvo que huir hasta Argel perseguido por la Gestapo y la Policía española. De estos papeles, que ha examinado HERALDO, se deduce que por Canfranc pasó correo, material, espías y aviadores aliados accidentados, lo que demuestra el papel fundamental de la frontera alto aragonesa en el conflicto internacional. 

La Gestapo lo descubrió en 1943, pero Le Lay pudo huir en varias etapas hasta el norte de África

El 23 de septiembre de 1943, Le Lay se marchó paseando con su mujer por las vía s del tren hasta un punto donde lo esperaba el coche del agente de aduanas canfranero Mariano Aso, que le ayudó a huir. Tras pasar un control policial sin problemas, esa madrugada, llegaron a Zaragoza a casa del prestigioso profesor de Otorrinolaringorología zaragozano Víctor Fairén, quien le buscó otro transporte que lo recogió de madrugada en el Coso. La Policía española llegó al día siguiente al domicilio del médico para preguntar por Le Lay. 








Por 30 presos republicanos

La Embajada británica auxilió en Madrid al jefe de aduanas poniendo un coche oficial a Le Lay y a su mujer para escapar hacia Sevilla. Días después, y tras disfrazarse de mecánico en Sevilla, llegó en barco a Gibraltar, y desde allí, en avión al norte de África. Para entonces, esta zona había sido liberada por los aliados en noviembre del año 42. "Los alemanes sospecharon de su papel y propusieron a España intercambiarlo por 30 presos republicanos que tenían detenidos en Oloron (Francia). Avisado por Vichy de que iban a por él, huyó a Madrid, donde fue perseguido por la Policía española. Pudo llegar al norte de África", detalla la propuesta de condecoración firmada el 18 de diciembre de 1944 por el general Charles de Gaulle, presidente del Gobierno provisional de la República francesa. 

Este bretón testarudo y honesto a carta cabal llegó en 1940 a la estación ferroviaria. Durante cuatro años fue un espía aliado valiosísimo que hizo de enlace de las redes de las Fuerzas Francesas Combatientes (la Resistencia) con los aliados en conexión con los ferroviarios franceses. Francés y antinazi

Una de sus hijas, Jeannine, y su marido, el catedrático zaragozano de Derecho Procesal Víctor Fairén, recuerdan que Le Lay nunca presumió de su papel durante la Segunda Guerra Mundial y precisan que su ideal era "defender a Francia y echar de allí a los alemanes" que la invadieron.
Por su labor, Albert Le Lay recibió la condecoración de la Legión de Honor francesa, la medalla de la Resistencia Francesa y la Medalla de Plata de la Liberta d de los Estados Unidos.
A pesar de que fue propuesto para puestos de mayor rango en la Administración (como se reconoce en alguna de estas distinciones), el romántico Le Lay regresó en 1945 a Canfranc, de donde se fue en 1957. "Decía que si no volvía, cerrarían Canfranc", recuerda su hija Jeanine. En la concesión de estas condecoraciones se detallan los méritos de Le Lay y se reconoce que "contribuyó a mantener un contacto permanente con los estados mayores aliados en un momento crucial de la lucha contra el enemigo".
Los alemanes invadieron el norte de Francia en verano de 1941 y por eso la comunicación de los aliados por el Canal de la Mancha con la Resistencia francesa era más complicada.
Londres-Lisboa-Pau De ahí que los estados mayores usaran el paso de Canfranc para comunicarse a través de Lisboa y Madrid, capitales de países teóricamente neutrales en el conflicto. Los aliados necesitaban saber qué ocurría dentro de Francia, y viceversa, para saber dónde atacar.
La Resistencia recibió material que iba camuflado en los trenes diarios "wagon-lit" que hacían el viaje Madrid-Canfranc. De allí, los documentos y el material cruzaban a Pau, donde eran entregados por un ferroviario resistente a los responsables de la red Mithridate, cuyo jefe era André Manuel. Le Lay operó desde enero de 1941 con otra red llamada Pie (urraca) dirigida por el médico doctor Rochas en la localidad bearnesa. El médico, a quien visitaba el jefe de la aduana a menudo "por un incurable dolor de muela s" (ironiza el catedrático Víctor Fairén, yerno de Le Lay), fue descubierto por los alemanes y ejecutado.
Hasta noviembre de 1942, Hitler no ocupó toda Francia. En ese trascendental momento para el conflicto (y durante un año más), el puesto fronterizo vivió el año más crucial de su existencia. En esos momentos, empezó a cambiar el signo de la II Guerra Mundial en favor de los aliados.
 La Gestapo y los soldados alemanes se hicieron cargo del puesto fronterizo de Canfranc, donde ondeó la esvástica en la parte francesa hasta 1945.

"Una vez, los alemanes desarmaron un vagón de ferrocarril en busca de los huecos donde se pasaban los papeles, pero fallaron y el ferroviario llevaba la documentación en la cesta de comida que le preparó su mujer”

En 1943, los alemanes enviaban oro expoliado a los judíos y lavado en bancos suizos a España y Portugal, a cambio de minerales estratégicos para la maquinaria de la guerra como el wolframio o el hierro. Pero lo importante fue que Canfranc se convirtió en la puerta de la libertad para los aliados.
El Canfranc se convirtió en la puerta
 de la libertad para los aliados.

Ante los ojos de los nazis y con un gran riesgo para el aduanero francés, pieza clave del entramado de espionaje aliado, pasaron aviadores británicos derribados en Francia y numerosos documentos. "Llegaron a mandar aparatos de mini fotocopia", explica Víctor Fairén, con los que podían meter en pequeños microfilms muchos documentos. 








Congelados por el frío, en Zaragoza 

Junto a ese material básico para el desarrollo de la guerra mundial, muchos militares, judíos o resistentes galos franquearon la frontera española por Canfranc. "Los ferroviarios franceses idearon hasta lugares bajo los vagones para pasar gente", recuerda Jeanine Le Lay.
Su marido, Víctor Fairén, (uno de los pocos españoles que por entonces estaba estudiando en Francia) sabe por su padre y hermanos que muchos franceses huidos eran atendidos por médicos en la Facultad de Medicina de Zaragoza. "Allí, mi padre y mi hermano les atendían en lo que podían. No pocos de ellos llegaban con lesiones de congelaciones o fracturas debidas al hielo de los Pirineos.
Una vez curados, les llevaban a la pensión Intercontinental, en el Coso, que pagaba la Cruz Roja francesa. A veces, partían en trenes a Algeciras hacia África (otros eran enviados al campo de concentración de Miranda). He conservado años la correspondencia con algunas de estas personas, desde jefes del Ejército francés camuflados hasta humildes obreros", señala el catedrático zaragozano Víctor Fairén.
Canfranc era considerada como la
Casablanca del Norte


Ver el documental  EL rey de Canfranc

José Antonio Blanco saca de su mochila un cuaderno escolar. Ahí está el minucioso registro de Le Lay de su puño y letra, con las donaciones que le hacen los refugiados.
“Fuimos tirando del hilo, llegamos a su nieto y él nos abrió la puerta de su familia. Le Lay es fascinante por las múltiples redes que teje, su capacidad para contactar con todo tipo de gente. Él llega en 1940, cuando en ese corredor central aún no hay nazis. Pronto llegarán hasta allí, y él torea a la Gestapo una y otra vez.
Y tiene ideas arriesgadísimas, como apagar la luz de toda la estación de repente para pasar a un grupo de personas”. El jefe de aduanas dormía de once a tres de la mañana, porque a esa hora empezaba la producción de pasaportes falsos y bocadillos para los refugiados. “Una de sus grandes frases era: ‘Aquí ni las paredes hablan’.
Involucra en sus acciones a gente como una joven llamada Lola Pardo  que es correo de información secreta... y novia de un guardia civil. Ella nunca quiso ver los papeles que llevaba semanalmente a Zaragoza”.
Blanco encontró viva una refugiada judía que pasó la frontera escondida en un tren por Le Lay: su apellido sale en el libro de cuentas, confirmando la veracidad del documento. “Le Lay acaba huyendo por los pelos, sigue en la resistencia como líder y cuando acaba la guerra —tras recibir todo tipo de honores— se retira en San Juan de Luz. Pidió silencio sepulcral a su familia sobre sus hazañas”.









ESPIONAJE

Lola Pardo, una modista de Canfranc, ha acabado con 60 años de silencio, incluso para su familia. Desvela que fue una colaboradora de los aliados y transportó secretos militares en tren desde su localidad natal hasta Zaragoza, donde los entregaba a un cura castrense llamado páter Planillos.

“Mr. Le Lay nos avisó que era correspondencia clandestina y que si nos detenían, debíamos callar”
“Hubo viajes que íbamos al lado de la pareja de la Guardia Civil en el vagón. Pasamos mucho miedo”

Nadie lo diría al verla, con su aspecto de madraza y mujer simpática. Quizá fue por eso que fue elegida por los franceses para ser correo o colaboradora de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Lola pardo tenía 17 años.




“Yo llevé secretos de los aliados”


Lola Pardo tenía 17 años (hoy tiene 76) cuando las redes de espionaje Pic y Mithorpie de la Resistencia francesa, puestas en marcha por el célebre coronel Remy, empezaron a funcionar y enviar sus mensajes desde Francia a Londres a través del tren que unía diariamente Canfranc con Zaragoza, Madrid y Lisboa.

“Lo hice por la amistad que unía a mi familia con los franceses. Hoy no sé si volvería a repetirlo. Cuando me acuerdo de lo que llevábamos encima, me entra mucho miedo”, reconoce. No obstante, es consciente de que “gracias a esas informaciones pudo acabar la guerra con el desembarco de Normandía”.
Hija del vigilante del túnel ferroviario de Canfranc, Joaquín Pardo Gavín, Lola siempre confraternizó con los franceses que vivían en la Aduana Internacional, por lo que ganó su confianza. “Con 5 años me llevaron hasta el colegio francés que había en Canfranc porque en España no empezabas la escuela hasta los 6. Siempre iba con niñas francesas y mi familia se llevaba muy bien con el jefe de la Aduana Francesa, Monsieur Laran. Nos agradecieron mucho que les guardáramos todos los muebles durante la guerra civil y vieron que éramos de confianza porque al regresar tenían todo en el mismo sitio que lo dejaron”, avanza el motivo de que el sucesor de Laran, Albert Le Lay, llegado a la Aduana en 1940 y principal enlace del espionaje aliado en España, confiara a ella y a su hermana Pilar para una tarea tan peligrosa como transportar decenas de mensajes secretos a Zaragoza.
Sin maletas y con sobres en la faja

Lo curioso es que las cuatro hermanas Pardo acabaron casadas con guardias civiles -entonces una ya había contraído matrimonio con un carabinero de los que custodiaban los camiones del oro nazi que pasaban por Canfranc, y otra tenía un novio del mismo cuerpo- y esta circunstancia también les confería cierta ventaja a la hora de ir en el tren a Zaragoza que iba siempre estrechamente vigilado por una pareja de la Guardia Civil.

“Varios viajes fuimos con ellos al lado. Nos entraba mucho miedo porque ellos mandaban abrir maletas a todo el mundo para vigilar lo que llevaban dentro. Nos aconsejaron no llevar nunca maletas. Por eso nos repartíamos los sobres con mi hermana y los metíamos dentro de la faja, que entonces se llevaba mucho”, explica Lola Pardo.
“Eran paquetes rectangulares con varios sobres que contenían fotos y cartas. La víspera del viaje nos encerrábamos en la habitación y veíamos lo que contenía. Había fotos de batallas tomadas muy de cerca y mensajes en francés o inglés”, precisa todo lo que su prudencia le deja.
Una de sus hermanas, que nunca hizo el viaje, trabajaba a menudo en la casa de los Le Lay, un lugar por el que pasó desde el mismísimo Mariscal Petain, presidente de la República Francesa, colaboracionista con Hitler, hasta los embajadores francés o británico en España, o los miembros de la red de espías tejida por el aduanero.
“Un día, Monsieur Le Lay nos explicó que íbamos a llevar correspondencia clandestina y nos avisó de que era muy peligroso. Sabíamos lo que hacíamos. También nos pidió que si nos detenían no debíamos decir nunca nada”, cuenta con los ojos vivos y la emoción recorriéndole el cuerpo.”Mi hermana Pilar era muy miedosa y por eso me pedía que la acompañase, porque yo era más echada para adelante”, abunda en detalles.
Cita en el baile de la estación

Como en las mejores películas de espionaje, dos días antes del primer viaje en tren entre Canfranc y Zaragoza, las hermanas Pardo asistieron a un baile de oficiales en el hotel de la estación, en el que debían vestir con vestidos amarillos, como contraseña para que las reconocieran los dos españoles y dos franceses que formaban parte de la red e iban a esperarlas a Zaragoza.

“El vestido era plisado con pliegues hasta abajo y un canesú en la parte delantera. Tenía unos adornos marrones”, rememora aquel vestuario Lola, quien después fue modista y trabajó ocho años para Casa Marraco, donde convivían los espías, los nazis y los camioneros suizos del oro.


En Juego de espías, Germán Roda y Ramón J. Campo —el periodista que descubrió los papeles del oro de Canfranc— siguen ese viaje, el de los documentos que lleva en tren Lola Pardo hasta Zaragoza y de ahí al consulado inglés en San Sebastián.
 “Emilio Astier es nieto de Juan Astier, un aduanero que forma parte de esa trama y que acabó detenido, juzgado y condenado, con otros 17 de sus compañeros. Emilio fue quien reclamó y encontró el sumario judicial del caso”, recuerda Roda. “Nos interesaba esa historia de abuelos silentes, padres que no conocen y nietos que quieren saber, que ocurre en casi todas esas familias”.
La red está formada no solo por gente de izquierdas, sino por monárquicos, falangistas, españoles, franceses... Y viven constantes peligros, ayudando a los aliados a concretar el número de las fuerzas fascistas en el sur de Europa.
Para conocer más leer el libro: La estación espía.

“Es una historia más allá de las personas, sino de ideas, en donde los españoles son los más idealistas, porque esa guerra ni les va ni les viene”.


videos

Documental la noche temática: juego de espías

http://www.rtve.es/alacarta/videos/la-noche-tematica/noche-tematica-juego-espias/2615614/

http://www.youtube.com/watch?v=jnYkEXiN5Pg






EL FINAL

La victoria de los aliados trajo consigo un nuevo cierre del túnel de Somport y aunque la línea siguió funcionando de manera normal en las dos naciones (si exceptuamos el tráfico internacional) el mantenimiento del tramo español fue casi inexistente. 

Pasaron 4 años hasta que se produjo la ansiada reapertura, pero el tráfico resultó más bien escaso y la viabilidad de la línea se puso entredicho.  Afortunadamente en 1954 se alcanzó un acuerdo para la exportación de cítricos desde Valencia que supuso un nuevo impulso para el ferrocarril transpirenaico.
Eso sí, la alegría no duró demasiado debido a numerosos factores que provocaron que los agricultores valencianos dejaran de utilizar esta vía a partir de 1962. 

Las heladas que estropeaban la carga mientras los vagones permanecían en los muelles de la aduana, la ausencia de un cambiador de ancho de vía (que sí hay en los otros pasos y aquí se construyo en 1963 un poco tarde) que obligaba a hacer transbordo y sobre todo la exclusión de la línea de los acuerdos de Iberia-tarif (un tratado internacional para fijar de manera ventajosa los precios de los envíos de frutas y verduras de España a Europa) acabaron con un periodo de bonanza que apenas había durado 8 años.
El cierre del tramo francés 

Mucho se ha especulado con el tristemente famoso accidente que dio lugar al cierre de la línea en su vertiente francesa. Provocado, no evitado o fortuito, el caso es que posiblemente nunca lleguemos a saber la verdad acerca de lo que ocurrió aquel 27 de marzo de 1970.

Como cada día, el mercancías cargado de maíz procedente de Pau y con destino Canfranc, salió puntual de la estación bearnesa y después de recorrer parte “fácil” del trazado comenzó a atravesar el mucho más complicado tramo del valle d’Aspe. 
Aquella mañana, casi madrugada, resultó especialmente fría y una fina capa de hielo cubría los raíles en la pendiente que va desde Lescun – Cette-Eygun hasta Etsaut. 
A la salida del túnel de Sens, cuando el tren se disponía a atacar el desnivel de 36 milésimas, las ruedas comenzaron a patinar. 

Lo normal en estos casos es hacer uso de los areneros, unos depósitos que llevan todos las locomotoras preparados parea verter arena justo delante de las ruedas motrices y de ese modo garantizar la adherencia. 

Pero por algún extraño motivo los areneros de las dos locomotoras estaban casi vacíos y la poca arena que quedaba en ellos estaba solidificada formando un bloque compacto.
Este hecho motivó que los dos únicos operarios encargados del convoy tuvieran que detenerlo para coger unas cuantas piedras del balasto, que colocadas delante de las ruedas y al ser convertidas en gravilla por el propio tren harían las funciones de antideslizante.
El tren quedó firmemente bloqueado por el freno eléctrico y los maquinistas bajaron para intentar recuperar la adherencia de manera “artesanal”.
Las subestaciones que debían garantizar la alimentación eléctrica en ese tramo eran las de Bedous y Urdos, pero esta última estaba desconectada para ahorrar costes, confiando la tarea a la de Forges d’Abel.
Uno de los inconvenientes de la corriente continua era la necesidad de instalar subestaciones cada pocos kilómetros para evitar caídas de tensión. 
Como la distancia que separaba el lugar en el que se detuvo el tren con Forges d’Abel era mucho mayor de lo recomendado, en un momento dado se produjo una bajada de la tensión en la línea que dejó sin alimentación al convoy y por lo tanto, desactivo los frenos reostáticos de éste. 

Los maquinistas sólo pudieron ver como el tren se deslizaba cuesta abajo y allí se quedaron impotentes con la esperanza de que el desenlace no resultara fatal.
Era el Viernes Santo y milagrosamente así fue: el accidente se saldó únicamente con daños materiales.
En su caída libre el convoy pasó a toda velocidad por la recién sobrepasada estación deLescun – Cette-Eygun y atravesó marcha atrás el paso a nivel ante el asombro popular. 




Yendo a una velocidad de 135 kilómetros hora en un tramo limitado a 50, en la primera curva cerrada que se encontró, que coincidía con un desconocido pontón metálico, el coche de cola se estrelló contra el armazón metálico y el puente, los nueve vagones y las dos locomotoras acabaron en el cauce de la Gave d’Aspe.

La vía y el puente nunca se repararon y el trayecto quedo inservible.





Canfranc podría ser el escenario de una película como Casablanca, aunque la historia de este paso fronterizo durante la Segunda Guerra Mundial está todavía por escribir. La ruta del oro nazi a la Península Ibérica, la presencia de las SS y la Gestapo, la puerta para la fuga de muchos judíos y hasta de los alemanes perdedores, y episodios de contraespionaje dignos de una novela de John Le Carré. Todo eso sucedió en Canfranc entre 1942 y 1945.


Ahora la estación es visitada por equipos con cámaras y modelos extra delgadas para realizar tomas exteriores de pequeñas películas vintage. Pero las piedras guardan más secretos, secretos ocultos que un día saldrán a la luz. Un homenaje a historias de contrabando de oro, de hombres que dieron todo por salvar la vida de miles y de mujeres que cambiaron la historia de una guerra.




¿Y por qué no escribes ahora tu propia historia en la estación más fascinante, misteriosa y elegante de toda Europa?

Pasea entre los vagones envejecidos, dejate embriagar de la melancolía de su pasado y escucha los cuentos de las viejas piedras….seguro te sorprenderán.

Acércate , ahora la veras de otra forma…







Documental de la construcción: http://www.youtube.com/watch?v=fVpdPd4TXlc







Esperando al tren…



La escalerilla que llevaba al pasillo del vagón no era empinada y no estaba llena de astillas, de manera que Rosa no aceptó la mano que le tendía Cristian. Ante la proa de la locomotora de la Cruz del Sur se divisaba una línea recta inhóspita, cubierta por una fina capa de hielo, azotada por los vientos, desprovista de vegetación.

Pese a todo, la recibieron con alegría. Habían tardado mucho tiempo en esperar este momento, períodos de luchas en despachos, de reivindicaciones, de perder y recuperar el rumbo.

Con emoción contenida pulsaron el botón, una mano sobre la otra, al unísono, y la moderna locomotora, idéntica a otra antigua varada durante décadas en este mismo punto inicio un silencioso y eléctrico zumbido.

La luz del farol se encendió y lentamente, lentamente, inicio su marcha hacia un oscuro hueco socavado bajo las montañas cien años antes. A su lado, una magnifica estación recién remoldada al estilo de los años veinte, con el gusto exquisito de los detalles del Titanic, aquella escalera, la vajilla, incluso los músicos tocando los violines.

El primer viaje hacia París del nuevo Canfranc había iniciado.

Ahora si podéis derramar lágrimas de alegría.

FIN.











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