VICTORIA DE SAMOTRACIA: LA DIOSA QUE NAVEGA SOBRE LAS MAREAS DE LA VICTORIA
La Diosa que navega sobre las
mareas de la victoria.
No
es una piedra lo que aflora en la falda de la colina, sino un hombro. El cuerpo
está medio enterrado.
«¡Señor, hemos encontrado a una mujer!», gritan los operarios. El joven
vicecónsul francés Charles Champoiseau sonríe. Los campesinos le habían
informado bien: la diminuta isla griega de Samotracia está llena de tesoros.
Unos pasos más allá, el propio
Champoiseau descubre un fragmento de dos metros: el tronco de la mujer,
cubierto por un manto. La bella debía de tener alas, como parecen atestiguar la
multitud de fragmentos de plumas que recoge aquí y allá. Busca la cabeza, los
brazos. En vano. De esta dama solo queda un cadáver desmembrado cubierto de
polvo.
“Por todas partes hay centenares de columnas quebradas, fustes y
capiteles de mármol que indican que los templos cubrían aquel lugar. Los
campesinos han desenterrado sepulturas, sarcófagos de piedra y cerámicas”
El
15 de septiembre de 1862, Champoiseau solicita un préstamo de dos mil francos para
hacer prospecciones: “unas
excavaciones serias llevarían al descubrimiento de objetos raros y de gran
valor”. El emperador Napoleón III le
concede el dinero.
En la primavera siguiente manda una carta
al embajador francés en Constantinopla: «He
encontrado una estatua alada esculpida en mármol y de proporciones colosales. Desgraciadamente, no he encontrado ni la cabeza ni los brazos. Pero el
resto está casi intacto y ha sido labrado con un arte que ninguna de las obras
griegas que conozco iguala».
El 15 de abril de 1863 a sus 32 años,
Champoiseau acaba de exhumar una de las criaturas más extraordinarias de la
Antigüedad. Esculpida en un espectacular mármol blanco de Paros, data de unos
190 años antes de Cristo.
La figura femenina con alas se posa sobre la
proa de un navío, su cuerpo presenta una leve y graciosa torsión ofreciendo
cierta resistencia al viento. Va envuelta en un fino chitón y un manto, ropajes que se adhieren pegados
por el aire al cuerpo, dejando traslucir su divina y gozosa anatomía: el pecho,
el ombligo o la curva del abdomen, un efecto dramático que supera incluso en
fuerza y realismo los pliegues mojados de Fidias o Timoteo; la vibración del
aire marino se siente en toda la superficie, creando remolinos y sacudiendo las
propias plumas de las alas. El manto forma un rollo sobre el muslo derecho para
caer luego entre las piernas, resaltando la delicadeza de sus pliegues.
¿Qué artista pudo desplegar tanto ingenio
para inmortalizar esa belleza?
El
misterio continúa. «No se trataba de un escultor ordinario, sino de
un maestro al que le gustaba desafiar las leyes de la gravedad» -explica Marianne Hasmiaux,
comisaria de restauración del Louvre. «Poseía unos conocimientos excepcionales en
física de materiales para captar en piedra el breve momento en que la
vestimenta movida por el viento se mantiene todavía pegada al cuerpo».
Qué importa si su cara no aparece nunca. Como dijo Cézanne: «Se trata de una idea, de todo un pueblo, de un momento heroico en la
vida de un pueblo, el tejido se pega, las alas baten, los senos se inflaman. No
necesito ver la cabeza para imaginar su mirada».
Desde el pasado 8 de julio, la impresionante
Victoria de Samotracia, la diosa griega del triunfo, la Niké triunfante, la
mensajera de la victoria navega en sorprendente equilibrio sobre las mareas del
éxito.
Antaño, al pie de una colina encarada al viento
del mar Egeo, delante de un santuario consagrado a los grandes dioses, la
impresionante Victoria de Samotracia ofrece la protección de la Gran Madre a
quienes participaban en sus ritos. Mandada construir para conmemorar la
victoria naval de Salamina, en la actualidad, con una altura de 5,57 metros y
30 toneladas de peso aparece de nuevo,
recién restaurada, en lo alto de la monumental escalera Daru, en el Museo del
Louvre.
Desde el pasado 8 de julio, la escalera Daru se
ha quedado pequeña ante la ingente marea de turistas que se agolpan a los
pies de la diosa para pasmarse con la elegancia de sus formas resucitadas.
Ahora no queda hueco en los escalones.
La Victoria
de Samotracia junto con La Gioconda de Leonardo da Vinci y la Venus de Milo
integra el trío de superstars del Louvre. El fervor que se muestra hacia el resto de obras, todas únicas e
imprescindibles, no le llega a la altura de los zapatos a la sacrosanta
trinidad del museo de los museos. El 90 por ciento de los visitantes sólo viene
para ver a alguna de ellas. Mona Lisa se lleva la palma; ella es la
primera de lejos. Para comprobarlo sólo hay que acceder a la Salle des
États. Desde que en 2005 se colgó en este enorme espacio, que se creía
suficiente para acoger a los visitantes, se constató que era insuficiente para
acoger a la marabunta que lo inunda a todas horas.
Mona Lisa preside la sala. Protegida en todo
momento al menos por dos vigilantes y dentro de una vitrina que la aisla.
Frente a ella la masa se agolpa detrás de la barrera y dispara móviles, cámaras
y tabletas en un intento inútil de descubrir la enigmática sonrisa, alejada seis
metros, detrás de los brillos del cristal blindado y bajo la mugre de siglos
acumulada sobre el esfumeto de Leonardo, que pide a gritos una
restauración como la de su hermana del Museo del Prado.
En el piso de abajo los turistas hacen otra
montonera. Esta vez bajo la tercera prima donna del museo, la Venus de
Milo. Al contrario que la Victoria de Samotracia, la fascinante Afrodita
encontrada en las Cícladas en 1820 no perdió la cabeza en su viaje a través de
los siglos. Su rostro contempla impasible al gentío rendido a sus pies. Elipse
medio desnuda, la sensual y ondulante figura emana un misterio que fascina a
todo el que la contempla.
Vayan a ver a la Mona Lisa o a la Venus de
Milo, es obligado que todos pasen ante la diosa Niké y, claro, se detienen a contemplar
su último lifting, de manera que la escalinata Daru parece el metro en hora
punta.
La diosa permanece absorta, con sus alas extendidas,
navegando, ahora, de nuevo, sobre mareas de victoria.
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